El Último hálito...
En la lejanía del centro de la ciudad, en el magnánimo mundo de la vida, recorrí muchos caminos, pero jamás me había vuelto a sentir una niña abandonada como cuando visité la ciudad en llamas, recorría uno a uno los pasillos, me adentraba en los lugares menos calurosos, buscaba la mirada fresca del rocío y la sonrisa efímera que recordaba. Las llamas acechaban todos los lugares, no había más espacio qué hallar, las llamas hacían de las suyas y me limitaban el espacio, el humo me carcomía los pulmones y sin embargo esperaba, paciente, buscando, relajándome para poder mantener la calma, intentaba aguantar lo más posible para no desgastar mis energías y conservar el aliento. Los gritos me turbaban, me aferraba a la esperanza de la sonrisa y la fuerza que me llevarían lejos del peligro pero no, ya no había más bullicio, ya no se escuchaban más clamores, me adentraba en un abismo del cual sería muy difícil salir, las puertas se cerraban, estaba acorralada y mi única opción era la de escoger un color.
Un color que decidiera mi destino. Empecé a perder el equilibrio y como un cisne perdiendo la razón y muriendo lentamente escogí un color y fue entonces cuando surgió la Estatua de Sal.
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